lunes, 10 de septiembre de 2012

Neil Armstrong, un personaje ilustre en La Paz



Durante un año, a fines de los 60, el boliviano José Antonio Zelaya, miembro del Laboratorio de Física Cósmica del Ejército, fue parte de una misión de astrogeología que se coordinó con el Observatorio de Menlo Park y la Universidad de California (EEUU). Por entonces, los científicos querían comprobar la tesis de un polaco de apellido Kordalewsky que, de ser cierta, implicaba un riesgo para los viajes espaciales. Los observatorios más altos del mundo aquella vez, entre ellos el de Chacaltaya, en La Paz, se unieron a la labor de mirar el cielo con telescopio y a simple vista, a fin de detectar rocas en suspensión o equilibrio gravitacional en el espacio. Lo que Zelaya no sabía era el objetivo de tal trabajo, “pero lo cumplí con entusiasmo y rigor; atento a veces las 24 horas del día, soportando temperaturas bajo cero y vientos tan fuertes que me arrancaban lágrimas”. Al cabo del año, presentó el informe: “No se ve nada” y desde EEUU “me agradecieron, me escribieron que valoraban en alto grado mi trabajo” y a los pocos meses el Apolo 11, sin rocas en su órbita, arribaba a la Luna. Se puede decir que el país aportó en algo a ese viaje, concluye el ingeniero militar.

El 20 de julio de 1969, los astronautas Neil Armstrong y Buzz Aldrin —en ese orden— tocaron suelo selenita. El mundo atestiguó la hazaña norteamericana y Bolivia no fue la excepción.

¿Cómo se siguieron esos hechos en el país? La memoria se activa. El propio Zelaya, hoy con grado de general y miembro de la Academia de Ciencias de Bolivia, cree haber visto el “alunizaje” por televisión, “y en mi equipo propio”. En eso lo secunda el radialista Mario Castro, que tiene imágenes visuales en mente: “Tuve que verlas... se creó una expectativa muy especial, como ninguna en las transmisiones televisivas; me quedé, como muchos, en casa para seguir el evento que se produjo a eso de las 13.00”.

Una transmisión televisiva era, sin embargo, imposible, pues en Bolivia el canal estatal se estrenó el 30 de agosto de 1969.

El realizador Waldo Vargas, que fue de los pioneros de la Tv nacional, estaba dispuesto a jurar que el canal había hecho la transmisión. Pero, consultas con colegas de por medio, concluye: “Para entonces no sólo que se hacía pruebas piloto, internas solamente, sino que no existía Entel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones), de manera que, si pasamos el material, fue posteriormente”.

El periodista Rubén Vargas, que en ese tiempo tenía diez años, está seguro: “La transmisión se siguió por radio, tanto como los preparativos de la misión, a través de La Voz de América y con traducción al castellano”. Tal fue el interés que se logró despertar, “que cuando Armstrong pisó la Luna era de noche aquí y yo, como muchos, en algún momento tuve miedo de perderme ese momento”.

Guillermo Aguirre, cineasta, está convencido de haber seguido el aterrizaje lunar en directo. “Yo era un adolescente y estaba en la función de matiné de la calle Chuquisaca, cuando se interrumpió la proyección y se nos dijo que la Embajada de Estados Unidos estaba difundiendo el evento”. Así que él y otros espectadores corrieron a la esquina de las calles Potosí y Colón, donde el servicio informativo de la embajada, USIS, tenía sus oficinas. “Se había instalado pantallas dentro, para invitados especiales, y otras hacia la calle; con mis amigos fuimos los primeros en llegar y acomodarnos adelante”.

Vargas se sorprende. “Yo vivía muy cerca de USIS, que evidentemente desplegaba una gran actividad en ese tiempo, y dicha difusión no pudo ser en directo. Los astronautas pisaron la Luna a eso de las nueve de la noche y no había tecnología para transmisiones en directo”. El general Zelaya, ante las evidencias revisa los hechos y comenta: “Debí ver las imágenes en una sala de cine, luego, pues era usual que se pasaran documentales e informativos; pero que las vi, las vi”.

Mario Castro, todavía hurgando en sus recuerdos, recupera una anécdota que asocia con 1969, cuando “se supo de la pronta llegada a La Paz de Neil Armstrong”. Cierta mañana, “un automóvil descapotable hizo su ingreso por el centro de la ciudad. Un hombre rubio, muy sonriente, saludaba a los peatones, muchos de los cuales se enteraron allí mismo de quién era el ilustre personaje que, se dijo, estaba bajando desde el aeropuerto de El Alto. Los vecinos de la urbe devolvieron el saludo, inclusive con pañuelos que hicieron ondear, muy contentos de tener al hombre que por entonces era un héroe mundial”.

Por la tarde, en la radio se escuchó: “¡Que la inocencia les valga!”. Los estudiantes de la carrera de Medicina, famosos por sus bromas osadas, se habían salido una vez más con la suya. Vargas recuerda esa travesura, pero la sitúa años antes. “Lo sé por un pariente que estudiaba Medicina y que me lo contó.

En 1964, uno de los años de la Guerra Fría y de intensos preparativos del viaje a la Luna —que el presidente John F. Kennedy había trazado como meta para su país—, llegó efectivamente un astronauta a La Paz y se hizo gran despliegue para recibirlo. Los bromistas universitarios lograron adelantarse al auto oficial y arrancaron los saludos de la población”.

Y así se desgranan los recuerdos. Lo curioso es que nadie o muy pocos parecen recordar que Neil Armstrong, el astronauta fallecido el reciente 25 de agosto, sí estuvo en La Paz. Llegó junto a su colega Richard Gordon en 1966 y la Alcaldía de La Paz los declaró Huéspedes de Honor. Es probable que ese acontecimiento haya sido el que aprovecharon los futuros médicos.

Que la historia, muchas veces, se construye sobre trozos de memoria no siempre certeros, lo prueba el caso del propio Neil Armstrong. Durante años se sostuvo que la frase: “Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad” fue parte del guión cuidadosamente preparado por la NASA. Pues no. En la biografía autorizada del astronauta (First Man: The Life of Neil A. Armstrong), se cuenta que la idea fue plenamente suya, afinada con la ayuda de su esposa, y que en realidad dijo: “Un pequeño paso para un hombre...”.

‘... cinco, cuatro, tres dos, uno: ¡Despegamos!’

El despegue del cohete Saturno V, de la altura de un edificio de 35 pisos y con un consumo de 3.785 litros de combustible por segundo, tuvo su punto de emoción, como lo tuvo la partida de Colón y sus tres carabelas del puerto de Palos. Sólo que en este caso la comitiva que se despidió de los tres astronautas a bordo —Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins— consistió en 500 millones de personas de todas las razas y todos los continentes; entre ellos, el novelista de ciencia-ficción Arthur C. Clarke. “... five, four, three, two, one: we have lift-off!”, anunció Jack King, “la voz de Apolo”, y en ese instante, dijo Clarke, “lloré por primera vez en 20 años y recé por primera vez en 40”. Pero esa escena ya se había filmado; la había patentado ocho años antes el astronauta soviético Yuri Gagarin, el primer hombre en el espacio.

Muchos más llantos y rezos se oyeron cuatro días después cuando el módulo lunar, el Eagle, un aparato de aspecto absurdamente frágil, como si se hubiera armado con piezas de mecano y papel de aluminio para una película en blanco y negro de los años 30, comenzó el descenso a la Luna. Columbia, la nave madre, la que les tenía que devolver a la Tierra, se quedó en órbita, con Collins al mando. Aldrin y Armstrong, el piloto del Eagle, hablaban continuamente con Mission Control en Houston. Como si de un Gran Hermano se tratase, con los participantes a 384 mil kilómetros de distancia, oíamos todo lo que se decían y pensábamos: ¿qué pasa si la superficie de la Luna consiste en polvo movedizo y se hunde el aparato, y mueren ahogados los astronautas? O nos preguntábamos los más pequeños, o los más ignorantes: ¿y si resulta que hay habitantes en la Luna? ¿Habitantes hostiles? O una posibilidad más realista: si el Eagle aterriza mal, por ejemplo, sobre un lugar inclinado, y vuelca, ¿cómo podrán despegar? ¿Presenciaremos el espectáculo de la muerte lenta de dos seres humanos en la Luna? De todos, el que delató menos nervios fue el que tenía más motivos para tenerlos, Neil Armstrong.

No sólo tenía su propia muerte a la vista, no sólo saltaron de repente luces de alarma dentro del módulo (Armstrong las ignoró, sospechando, correctamente, que la orden electrónica de abortar la misión era un error), sino que detectó en el último momento que había unas grandes rocas en el lugar escogido para aterrizar. Con lo cual tuvo que planear sobre la Luna utilizando el control manual, como si el Eagle fuera un helicóptero, buscando en la semioscuridad un espacio de tierra blanca llano, liso y seguro. Pasaron los segundos, como si fueran horas, ante un silencio aterrador. Nunca tanta gente vivió simultáneamente tanto suspense, y eso que los telespectadores del planeta azul, tan pequeñito y lejano de repente, no sabíamos que el combustible se estaba agotando. Cuando por fin el módulo tocó tierra y Armstrong hizo la famosa declaración: “The ‘Eagle’ has landed”, el Eagle ha aterrizado, Mission Control explotó en júbilo, y el resto del mundo, también. Pero la sensación de susto no se había extinguido. La respuesta del interlocutor de Armstrong en Houston, que sabía que si hubieran pasado 25 segundos más el combustible se habría agotado, fue: “Tienes unos tipos aquí que estaban a punto de ponerse azules. Hemos vuelto a respirar”.

Ésa fue la sensación de todos, como si no sólo la Luna careciera de oxígeno, sino, en aquel momento, la Tierra también (El País, nota de archivo de 2009).

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